HISTORIA Y RELIGIÓN
Las transformaciones
Matar en nombre de Dios en una vieja costumbre.
Por: William Ospina
Ese dios no es el dios del amor que predicó Cristo, ni el
Dios que es el Universo según Spinoza, ni el dios hospitalario de los
musulmanes, ni el dios que es hermano de sus criaturas, como quería
Francisco de Asís, ni el dios amoroso de los místicos, ni el dios
intelectual de la Cábala o de Tomás de Aquino.
Es el viejo dios de
los ejércitos, que predicaban las religiones del libro, y que sigue tan
vivo como hace diez siglos. Los gobernantes cristianos de hoy no sólo
tienden a olvidar a su dios pacifista sino a olvidar todo lo equivocado
que antes hicieron en su nombre.
Olvidan el proceso que siguió el
cristianismo para imponerse sobre Occidente. Aprovecharon la tolerancia
religiosa de Roma para abrirse camino, pero se volvieron una religión
intolerante al acceder al poder. Libraron guerras contra todos los
dioses e impusieron el culto al dios único. Pasaron de las guerras
contra los paganos a las campañas contra las herejías y a la persecución
de los disidentes.
Con guerras, cruzadas, tribunales y hogueras,
el triunfo de la religión fue, por desgracia, el triunfo del terror. Es
muy cómodo olvidar todo esto a la hora de juzgar los mismos errores en
los demás. Olvidar que en todas estas religiones, tan emparentadas entre
sí, hay fanáticos intolerantes pero también gentes hospitalarias,
justas, respetuosas. Que el mal no milita en un solo bando, y que no
sólo hay que luchar contra el mal en el bando contrario sino en nuestro
propio corazón.
Los musulmanes aprendieron temprano a desconfiar
de Occidente. Las Cruzadas fueron las guerras más crueles e
injustificadas de la historia. Con el pretexto de ir tras el sepulcro de
Cristo, guerrearon, masacraron, invadieron tierras ajenas, donde los
pueblos, por siglos, habían desarrollado altas culturas.
Los
musulmanes habían ocupado la península Ibérica después de los visigodos,
construyendo una civilización refinada, después intentaron ocupar por
las armas Europa entera, y Occidente los hizo replegarse en España, y
los detuvo en Lepanto y a las puertas de Viena.
El islam es una
religión venerable que no puede confundirse con el fundamentalismo, como
no puede confundirse el protestantismo con el Ku Klux Klan. Es una
cultura que merece estudio y respeto, aunque en su seno, como en el
cristianismo, haya fanáticos, sectarios e inquisidores.
Debería
ser un esfuerzo de los pueblos y los gobiernos fortalecer las
civilizaciones, mediante el diálogo y la cooperación, para aislar y
controlar a las facciones extremistas. Pero los gobiernos de Occidente,
liderados por Estados Unidos, han hecho lo contrario.
¿Que Sadam
Hussein era un tirano inaceptable? Pues fueron los Estados Unidos
quienes lo impulsaron y lo fortalecieron, porque les pareció que les
serviría para controlar a los iraníes. ¿Que Osama bin Laden era un
monstruo y un terrorista diabólico? No es sorpresa enterarse de que
fueron los Estados Unidos quienes primero lo apoyaron y lo
fortalecieron, hasta que el cuervo volvió el pico hacia los ojos de sus
criadores.
Cuando el terrorismo demolió las Torres Gemelas
utilizando como bombas los propios aviones norteamericanos, la respuesta
de Estados Unidos no pudo ser más equivocada: pretendiendo declarar la
guerra a un puñado de integristas y terroristas dispersos por los
países, aprovecharon la ocasión para deshacerse de Sadam Hussein, a
quien en realidad tendría que contrariar y deponer su propio pueblo, no
un arrogante ejército invasor.
George Bush reaccionó como un
pistolero, y convirtió en víctima de su cruzada de retaliación a todo un
pueblo. Más de 600.000 iraquíes muertos pagaron por los 3.000 muertos
de las torres gemelas. Y el historial de esas guerras de Irak y de
Afganistán, que fue noticia de cada día en los titulares de Occidente,
fue un agravio cotidiano en las almas de millones de musulmanes.
De
modo que si en septiembre de 2001 había algunos fanáticos anhelando un
Estado islámico, un califato integrista que pretendiera unir a todo el
islam de veinte naciones en una sola fuerza militar y confesional contra
Occidente, hoy, 13 años después, gracias a los esfuerzos de Bush y sus
aliados, el número de los partidarios del califato ha crecido.
Occidente
ha aprendido cosas tristes de estas guerras. Ahora sus gobernantes
ordenan matar sin el menor escrúpulo. Los que matan en nombre de Dios
les han contagiado su justificación transcendental, ahora creen que se
puede matar en nombre de la justicia, de la libertad, de la democracia y
hasta de la bondad humana.
Siguen olvidando lo más importante.
Que no están ante una guerra convencional, donde intentaban operar las
viejas normas del honor, el enfrentamiento cara a cara, el respeto a los
civiles. Esta es una guerra de emboscadas y de traiciones, con toda la
tecnología y sin ningún escrúpulo.
Olvidan que están ante una
guerra impregnada de ideología y de fanatismo, no ante un ejército
ordenado y situado, sino contra un enemigo ubicuo, camuflado, invisible.
Que en realidad están ante el temible dios de los ejércitos, en nombre
del cual también se construyó, hace milenios, la civilización
occidental, sin ningún respeto ni piedad por el adversario.
Ya
tendremos tiempo de deplorar que no se haya intentado un acercamiento a
la civilización islámica, para aislar a los fundamentalistas. Ya tendrá
tiempo Barack Obama de deplorar que los generales lo hayan transformado,
en apenas ocho años, en George Bush.
* William Ospina
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